Hace unos días murió la hermana de mi madre, la única tía que me quedaba y que además era mi madrina de bautizo.
Es verdad que la muerte siempre nos sorprende porque, aunque sabemos que nos llegará, no por eso deja de inquietarnos. La muerte siempre nos incomoda. A veces incluso la escondemos. Y nos incomoda por el hecho que vivimos en una sociedad que solo valora el éxito, el triunfo y la juventud. Y con todo, la muerte forma parte de la vida. Por eso celebramos la Eucaristía en memoria de mi tía.
Si la Eucaristía es siempre una acción de gracias, en el funeral por mi tía esa acción de gracias tomó un tono particular, porque además de dar gracias a Dios por su palabra y por el don del pan y del vino que compartimos, también fue una acción de gracias a Dios por la vida y el ejemplo de mi tía, una mujer valiente, afectuosa, llena de bondad y siempre alegre.
Se ha dicho, y es verdad, que cuando recordamos a los que se han ido, este recuerdo hace que continúen viviendo en nosotros, y que aunque hayan muerto, no desaparezcan de nuestra vida. Los mantenemos vivos en el recuerdo.
Pero la fe nos permite hacer un paso más, ya que además de recordarlos, tenemos la certeza, sabemos que están vivos en la presencia de Dios. Porque la muerte no es un punto y final, sino solo un punto y aparte. La muerte es solo una puerta, detrás de la cual encontramos la ternura del buen Dios que nos acoge (como acogió a mi tía) con un gran abrazo.
Siempre que telefoneaba a mi tía y le preguntaba cómo estaba y cómo llevaba los 91 años, ella siempre me respondía: Yo estoy bien. Y sí, lo estaba, porque llevaba el bien en su vida, dentro de su corazón. Mi tía tenía la bondad en la cara y la alegría en su rostro, en sus labios. Mi tía era una mujer que siempre estaba dispuesta a ayudar: a sus hijos y nietos, a sus sobrinos, a sus amigos y vecinos. Siempre estaba a punto de ayudar porque amaba. Y por eso sufría. Y es que solo sufren los que de verdad aman.
El amor que tenía la llevaba a dar y a repartir su gran generosidad. Igual hacía una paella, cuando yo iba a verla, para que comiéramos juntos, que una torta para merendar. La última vez que la vi, el 27 de julio, me hizo una tarta riquísima que olía a amor y a bondad. Como he dicho antes, siempre estaba a punto para hacer el bien. Y por eso cuando le preguntaba cómo se encontraba, ella siempre me respondía: La tía está bien. Porque llevaba el bien dentro de su corazón.
Era una mujer que sabía dar. Pero sobre todo, sabía darse, que es mucho más importante que dar.
El pasado 30 de noviembre nos dejó físicamente. Pero no nos ha dejado del todo. Primero, porque sigue presente en nuestro recuerdo y segundo y más importante, porque sabemos que vive a la presencia de Dios.
La Eucaristía en su memoria fue una celebración de la vida, no de la muerte. Era celebrar una victoria, no una derrota. Era celebrar el amor de Dios por ella, no el vacío de la muerte. Y es que, para los cristianos, la muerte nunca tiene la última palabra, ya que la muerte siempre es el paso hacía la vida en plenitud.
Lo explicaba de una manera muy profunda y a la vez muy sencilla, una niña brasileña de 9 años, enferma de cáncer. Lo contaba el Dr. Brandao, el oncólogo que trataba a esta niña y que veía que la quimio no daba resultado. Un día en la conversación del Dr. Brandao con esta pequeña, salió el tema de la muerte. El médico le preguntó a la niña cómo entendía ella a la muerte. Y la pequeña le contestó: “¿Verdad que algunas noches nos acostamos en la cama de los padres? Pero resulta que al día siguiente nos levantamos en nuestra cama. Y es que cuando nos hemos dormido, el padre o la madre nos cogen en brazos y nos dejan en nuestra cama y por eso nos despertamos en ella”. La niña continuó así “Un día yo también me dormiré y el Padre del cielo me cogerá en brazos y me despertaré en su casa”. El Dr. Brandao se quedó sin palabras, al ver de qué manera tan sencilla y a la vez tan profunda, esa niña había explicado cómo era para ella la muerte.
Estoy seguro que también a mi tía Dios la ha cogido en sus brazos llenos de amor y ya se ha despertado en su presencia.
El Adviento que estamos viviendo es un tiempo de espera y de esperanza para acoger el Niño Dios que viene a salvarnos. Este encuentro con el Emmanuel lo celebraremos en la Navidad. Y de la misma manera que los pastores encontraron el Mesías en Belén y los Magos de Oriente también lo encontraron, mi tía también ha visto ya al Dios Niño. Y por eso para ella ya es Navidad, porque ha visto al Señor, un Dios que no es Dios de muertos sino de vivos.
Esa es la esperanza que tenemos para abrazar a la muerte. Una esperanza que no defrauda y que nos lleva a ver a Dios.
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